Una indemnización por mala praxis
María cursaba su cuarto embarazo, y esperaba que éste fuera tan fácil como los anteriores. Jamás una cesárea ni complicaciones en el parto.
El día programado se internó en un sanatorio de esta ciudad, y se preparó para lo que venía. El médico obstetra le aseguró que todo estaba bien, sin problemas a la vista.
Sin embargo, a la hora de la dilatación, hubo inconvenientes. El trabajo fue largo y doloroso, y el canal vaginal iba ensanchándose de a poco, a un ritmo que no era el habitual.
Finalmente, cuando habían transcurrido un par de horas y la situación no cambiaba, llegó el momento de tomar decisiones serias.
El médico se negó a practicar una cesárea, a la vez que proclamaba que “jamás una paciente suya había tenido una cesárea, que todas habían dado a luz vía vaginal.”
Claro está, como no podía ser de otra manera, al no haber dilatación suficiente, dicho médico echó manos a los fórceps, aquellas pinzas de metal que están destinadas a tomar al bebé desde su lugar de encajamiento en el cuerpo de la madre, y aplicar cierto grado de fuerza para atraerlo hacia afuera. Si existe la experiencia necesaria, en la mayoría de los casos se trata de una maniobra que no trae consecuencias dañosas.
En este caso no fue así.
El obstetra tomó a la bebé desde su cabeza, rodeándola con los fórceps. Fue necesario aplicar cierta fuerza porque la criatura estaba encajada. Lo ideal hubiera sido practicar una cesárea, y extraer a la niña sin fuerza de ningún tipo. Sin embargo, el orgullo y la vanidad del médico pudieron más que un razonamiento criterioso.
Con los fórceps envolviendo su frente y parte posterior de la cabeza, la beba fue extraida desde el vientre de su madre.
Obviamente, la fuerza aplicada alrededor de la cabeza trajo sus nefastas consecuencias. Con el correr del tiempo, quedó claro que su desarrollo mental no estaba a la altura de los demás niños de su edad. Los estudios diagnósticos indicaron que existía un gran daño cerebral, y que se trataba de una condición que se mantendría de por vida.
Lógico es, los padres iniciaron acciones judiciales, en su propio nombre – por el llamado “daño moral”- y en representación de la hija discapacitada, menor de edad.
Claro está, el sanatorio y el médico demandado se defendieron con uñas y garras. Incluso, por una extraña casualidad, resultó que los dos médicos que fueron designados como peritos del tribunal, eran “conocidos” del demandado, pero no amigos.
A pesar del esfuerzo de los médicos peritos, nada puso hacerse para salvar la responsabilidad del obstetra y del sanatorio. Ningún argumento de los peritos pudo más que lo que estaba escrito en la historia clínica, que había sido previamente secuestrada, con una orden judicial.
Quedó comprobada la culpa del obstetra, y tanto él como el sanatorio fueron condenados a abonar una indemnización por mala praxis que, con el tiempo y los intereses, alcanzó cifras millonarias.
Ninguna suma de dinero podrá jamás compensar el dolor sufrido por los padres, ni el daño causado a la menor, pero –al menos y dentro de lo que la justicia puede hacer- se logró que las culpas no quedaran escondidas.
Con el dinero cobrado, hoy la niña puede acceder a facilidades educativas de alto nivel, y recibir la atención médica que merece. Para ello, no debe quedarse uno de brazos cruzados, y hacer que cada quien pague las culpas en que ha incurrido.